Salma Halifa Elidrissi es graduada en Filología Hispánica, con un enfoque especializado en lenguas en contacto. Actualmente, se encuentra inmersa en una emocionante etapa de su carrera académica, donde combina sus estudios doctorales en Lenguas, Textos y Contextos en la Universidad de Granada con un desafiante Máster en Investigación Antropológica y sus Aplicaciones en la UNED.
El titular puede parecer provocador, pero mi objetivo aquí es aclarar y expandir un tema que a menudo es malinterpretado y sobre simplificado en los discursos públicos. La pregunta, «¿Son los musulmanes un grupo coercitivo?», merece una respuesta matizada y profundamente informada.
Primero, es fundamental entender que el Islam, como cualquier gran religión, es increíblemente diverso. No existe un único «tipo» de musulmán. Al contrario, el Islam es practicado por más de mil millones de personas en todo el mundo, abarcando numerosas culturas, etnias, y contextos sociales y políticos.
La diversidad dentro del Islam se refleja en las múltiples interpretaciones y prácticas de sus seguidores. Por ejemplo, algunos musulmanes pueden adherirse estrictamente a los cinco pilares del Islam, que incluyen la oración cinco veces al día y el ayuno durante el mes de Ramadán, mientras que otros pueden enfocarse más en los aspectos éticos y espirituales de la religión, como la justicia social y la meditación personal.
Además, existen variaciones en la práctica religiosa entre las diferentes escuelas de pensamiento dentro del mismo Islam. Los suníes y los chiítas, las dos principales ramas, difieren en aspectos de teología, rituales y liderazgo religioso. Dentro de estas grandes ramas, también hay subgrupos y movimientos, como los sufíes, que enfatizan la búsqueda mística y espiritual, a menudo expresada a través de la poesía y la danza.
Esta rica tapestría de creencias y prácticas es también influenciada por los contextos culturales y sociales en los que viven los musulmanes. Por ejemplo, la forma en que el Islam se vive en una sociedad predominantemente musulmana puede ser muy diferente de cómo se practica en una sociedad donde los musulmanes son minoría. Estas diferencias pueden abarcar desde variaciones en la celebración de festividades religiosas hasta enfoques distintos en cuanto a la interacción con comunidades de otras creencias.
Así, entender el Islam solamente como una entidad monolítica ignora la profundidad y el dinamismo que caracterizan a esta fe global. En cada uno de estos contextos e interpretaciones, el Islam se manifiesta de manera única, adaptándose y evolucionando con sus seguidores a lo largo del tiempo y en distintos lugares.
Además, hay un gran error en asumir que todas las personas que se identifican como musulmanas siguen rigurosamente los preceptos religiosos. La fe y la práctica religiosa son profundamente personales y varían enormemente entre individuos. En algunos casos, incluso hay personas que se identifican culturalmente como musulmanes, pero pueden ser agnósticos o ateos en sus creencias personales. Esto demuestra la amplitud y flexibilidad con que la identidad islámica puede ser experimentada y expresada.
Sin embargo, es crucial reconocer que cualquier religión, incluido el Islam, puede ser utilizada por ciertos individuos o grupos para propósitos poco éticos y además, hacerse valer con métodos coercitivos. Esto, por supuesto, no es exclusivo del Islam. A lo largo de la historia, hemos visto cómo diversas creencias religiosas han sido manipuladas para justificar desde guerras hasta políticas opresivas y actos de terror.
Aquí es donde aparece el radicalismo salafista. Imagina un rincón del vasto mundo islámico, donde el tiempo parece detenerse en los pasillos de la historia antigua. Allí, entre las sombras de los recuerdos ancestrales, aparece una corriente de pensamiento que busca reconectar con los orígenes del Islam. Este sendero es el salafismo, un camino que se adentra en los pasajes del pasado para encontrar la pureza y la esencia perdidas en el devenir de los siglos.
El Salafismo es como un eco lejano que resuena desde los primeros días del Islam, cuando el profeta Muhammad y sus compañeros caminaban por la tierra, marcando el sendero con sus huellas divinas. Es un retorno a las prácticas de los salaf, los primeros tres siglos de musulmanes, cuando la fe se teñía de una autenticidad sin igual y la interpretación de los textos sagrados era una danza de espiritualidad y verdad.
En medio de la descolonización del norte de África en el siglo XX, el salafismo emerge como un faro en la noche oscura de la opresión. En un mundo convulso, donde la sombra del colonialismo europeo se desvanece lentamente, el Salafismo se presenta como una luz que guía hacia la reconstrucción de la identidad islámica y árabe. Es un llamado a regresar a las raíces, a purificar el Islam de las influencias extranjeras y a abrazar la esencia misma de la fe.
Con un enfoque conservador y literal en la interpretación de los textos sagrados, el Salafismo se convierte en un guardián de la tradición, en un custodio de la autenticidad perdida. Cada palabra del Corán y cada hadiz de la Sunna son como joyas antiguas que se pulen con esmero, revelando su brillo original y su significado más profundo.
El apoyo financiero y político de países como Arabia Saudí durante la segunda mitad del siglo XX da alas al Salafismo, permitiendo que su mensaje se extienda más allá de las fronteras del norte de África y alcance los rincones más lejanos del mundo islámico. Es un fenómeno que transforma la faz del Islam, moldeando la forma en que se vive y se practica la fe en el siglo XXI.
A estas alturas y después de estas imperativas aclaraciones, mi experiencia con el radicalismo salafista reclama su lugar en este artículo.
A los 15 años el radicalismo salafista, me atrajo por su promesa de una verdad única y clara que me brindaba una guía definida para navegar por la vida. Pero lo que no sabía en ese momento era que estaba entrando en un mundo donde mi libertad y mi individualidad se desvanecerían gradualmente.
Recuerdo con claridad cómo me adentré en un torbellino vertiginoso de clases dedicadas a la memorización del Corán, inmersa en un fervor por alcanzar la perfección en el recitado y en la comprensión de sus versículos. Cada sesión era como un viaje a través de las palabras divinas, las horas se deslizaban entre las páginas, mientras me esforzaba por dominar cada letra, cada entonación, con la devoción de quien busca la comunión más íntima con lo divino. Los encuentros con los eruditos religiosos se convertían en momentos de profunda reflexión, donde se ahondaba en los misterios del Islam, se exploraban los preceptos morales y se debatían las interpretaciones de los textos sagrados.
Los rezos y las charlas congregacionales se erigían como pilares fundamentales de mi día a día, momentos de conexión con la comunidad de creyentes, de refuerzo espiritual y de reafirmación en mi camino hacia la verdad. Cada evento, cada encuentro, era una oportunidad para profundizar en mi fe, para fortalecer mi vínculo con Dios y para encontrar consuelo en la unidad de un propósito compartido por aquellos que me rodeaban.
Sin embargo, en medio de esta vorágine de aprendizaje y devoción, también empezaban a germinar las semillas de la duda y la inquietud. A medida que me sumergía más profundamente en las enseñanzas salafistas, comenzaba a cuestionar los límites de mi propia comprensión, a interrogarme sobre el verdadero significado de la justicia y la misericordia divina, y a enfrentarme a las contradicciones entre la doctrina y mis propios valores morales.
Así, mientras me entregaba con fervor al estudio y la práctica de mi fe, también me embarcaba en un viaje interior de descubrimiento y autoconocimiento, un viaje que eventualmente me llevaría a cuestionar las mismas bases sobre las que se sustentaba mi existencia espiritual.
La influencia del entorno salafista también se extendió a la esfera de mis relaciones sociales, convirtiéndose en un aspecto insidioso de mi experiencia. Con el tiempo, noté cómo mis vínculos con mi familia y amigos comenzaron a transformarse gradualmente. Especialmente mis amistades, ya que sentía la necesidad de rodearme de personas que compartieran y fortalecieran mi compromiso con el camino que había elegido. Este círculo social no solo proporcionaba apoyo y compañerismo, sino que también servía como un escudo protector contra las influencias externas que pudieran socavar mi fe.
Mis interacciones con mi familia se vieron marcadas por un distanciamiento progresivo, a medida que mis prioridades y creencias divergían cada vez más de las suyas. Aunque intentaba mantener la armonía y el respeto en nuestras relaciones, era inevitable que surgieran tensiones y desacuerdos, alimentados en parte por mi creciente inmersión en la comunidad salafista.
En cuanto a mis amistades, la búsqueda de un grupo que compartiera mi devoción y mi compromiso con la fe se convirtió en una prioridad. Estas compañeras no solo eran aliadas en la búsqueda espiritual, sino también guardianes de la ortodoxia, encargadas de mantenerme en el camino correcto y de disipar cualquier duda o vacilación que pudiera surgir en mi mente. En su compañía, me sentía segura, protegida y fortalecida en mi fe, convencida de que Dios las había puesto en mi camino para guiarme y sostenerme.
Sin embargo, con el paso del tiempo, comencé a percibir la fragilidad de estos lazos sociales construidos en torno a la ortodoxia religiosa. La sensación de pertenencia y seguridad que proporcionaban mis relaciones se vio empañada por una creciente sensación de alienación y restricción, alimentada por la presión implícita de conformarme a las expectativas y normas del grupo. En medio de esta dicotomía entre pertenencia y autenticidad, me encontré confrontando preguntas difíciles sobre la verdadera naturaleza de la fe, la libertad personal y el sentido de comunidad.
La manipulación emocional que experimenté dentro del entorno salafista fue extremadamente compleja y sutil, abarcando desde el afecto inicial y el sentido de pertenencia hasta la inducción de emociones negativas destinadas a mantenerme dentro de los límites del grupo.
En un principio, fui recibida con un intenso bombardeo de amor y aceptación. Me sentía valorada y reconocida, lo cual era profundamente gratificante y reconfortante. Esta muestra inicial de afecto creó un fuerte lazo emocional que me hizo sentir parte de una comunidad unida y solidaria. Sin embargo, pronto descubrí que este afecto estaba condicionado a mi conformidad con las normas y expectativas del grupo.
Paralelamente, experimenté la imposición de emociones negativas, como la culpa, la vergüenza y el miedo, diseñadas para coaccionar mi conformidad y silenciar cualquier pensamiento crítico o deseo de abandonar el salafismo. La culpa y la vergüenza se utilizaban como herramientas para mantenerme en línea con las expectativas morales y comportamentales.
El miedo también desempeñaba un papel crucial en mi manipulación emocional. Temía las consecuencias sociales y espirituales de cuestionar las enseñanzas o alejarme de su influencia. Este miedo se alimentaba de narrativas apocalípticas y de castigos divinos, que pintaban un panorama aterrador para aquellos que se desviaban del camino prescrito.
Además de estas tácticas emocionales directas, cada aspecto de mi vida estaba impregnado de la ideología salafista, desde la forma en que me vestía, hasta incluso la postura que adoptaba al orinar, todo ello con el objetivo de reforzar mi identidad como miembro obediente del grupo y mantenerme constantemente consciente de las expectativas y normas que regían mi vida diaria.
Mi pensamiento fue moldeado y controlado a través de adoctrinamiento ideológico directo, detención del pensamiento y sobreestimulación sensorial. Se me enseñó un lenguaje propio, cargado de clichés fáciles de memorizar y alejado de la realidad, que sirvió como marcador de identidad y como una barrera contra cualquier influencia externa.
Lo que leía, escuchaba y miraba era un mundo de verdades fragmentadas, donde cualquier pensamiento crítico era sofocado con “Dios sabe más».
Todo esto culminó en la generación de estados disociativos, donde mi identidad y mis pensamientos se separaron y se disolvieron en un mar de manipulación y control.
Pero a pesar de todo esto, logré liberarme de las garras de la coerción. Fue un camino difícil y doloroso, pero al final, recuperé mi libertad y mi individualidad. Mi experiencia me ha enseñado la importancia de la vigilancia contra la manipulación y la coerción, así como el valor de la libertad de pensamiento y la autonomía personal.
Volviendo a la pregunta inicial, no debemos etiquetar a los musulmanes, en su vasta y rica diversidad, como un «grupo coercitivo» es no solo incorrecto sino también injustamente simplista. Es esencial abordar y analizar las acciones de individuos o grupos específicos sin generalizar esas acciones a todos los miembros de una fe tan ampliamente practicada. Como sociedad, debemos esforzarnos por entender mejor las complejidades del Islam y de sus seguidores, en lugar de caer en estereotipos y simplificaciones que solo sirven para perpetuar la división y el malentendido, al igual que es importante recordar que los grupos coercitivos, ya sean políticos, religiosos o culturales, ejercen una influencia poderosa sobre la vida de quienes se encuentran dentro de sus dominios. Son como telarañas invisibles que atrapan a aquellos que caen en su red, manipulando sus pensamientos, emociones y acciones en aras de perpetuar su propia existencia.