Alejandra Cowes † [Psicóloga, con especialización en psicoanálisis. Fue miembro fundadora y directora de FAPES, Fundación Argentina para el Estudio de las Sectas. Desarrolla su actividad en Buenos Aires (Argentina)]
Nos proponemos en este artículo presentar algunos rasgos característicos de las formaciones psicosociales de carácter perverso no a partir de una consideración general y abstracta, sino elaborando algunas articulaciones teóricas desde el análisis concreto de un caso. Para nuestro objetivo nos concentraremos en lo acontecido en torno de un caso particularmente emblemático, que contó con gran resonancia mediática en el ámbito argentino, aunque lo ocurrido en estas latitudes fuera, desde cierto ángulo, llamativamente similar a lo que aconteció en otros entornos sociales. Esta condición indica hasta qué punto, más allá de diferencias socioculturales, e incluso trascendiendo algunas determinaciones históricas, la lógica de funcionamiento de estos grupos, junto a su carácter encapsulado, resistente a todo contacto permeable con las fuerzas del exterior a sus patológicas estructuras internas, se permiten reproducirse en mayor o menor medida en las más diversas circunstancias geográficas y temporales. De allí en nuestro mismo título, la apelación a lo que designamos como constantes. Algunas de las dimensiones analizadas son de carácter más simbólico, otras más concretas. El caso en cuestión fue el denominado como de “La familia” o “Niños de Dios”, que luego de sucesivos problemas con la justicia fue adoptando, tanto en la Argentina como en otras naciones, distintas denominaciones y variaciones menores que no afectan al núcleo de nuestro análisis.
Adentrarse en la organización conocida como “La Familia” o “Niños de Dios” implica incursionar en un universo regulado por un canon perverso, cuyo carácter excesivo –casi al borde de la deformación caricaturesca– ilustra ciertos principios presentes en todo grupo totalitario. El caso no es aislado. Cobró ribetes de escándalo en el ámbito público en la Argentina de la década de los noventa, por su ecuación explosiva de marginalidad y sexo, que ocupó grandes espacios en los medios de comunicación durante un buen tiempo. El hecho de que hace ya más de una década la organización no promueva, o al menos no ha trascendido nuevamente como noticia, prácticas sexuales con sus niños –por expresas directivas de su líder, mera modificación contractual– no aminora en ningún modo la perversión en sus principios de funcionamiento.
Es dato elemental, aunque de necesaria recordación, que en el comienzo mismo de su obra fundamental, Las estructuras elementales de parentesco, Claude Lévi Strauss fue concluyente: la prohibición del incesto está en los cimientos mismo de toda cultura. Como interdicción fundante, ella posee más bien un carácter que puede calificarse como precultural.
Es condición preliminar y necesaria para el asentamiento de una cultura. El caso de los Niños de Dios parece, en una primera lectura, como un fenómeno de tipo paradójico: el de un grupo que –al menos en la etapa de su mayor difusión– construye un orden totalitario, pero que no lo hace sobre prohibiciones, obstaculizaciones, sino a partir de una prescripción contraria. Ni más ni menos que el mandato de una verdadera institucionalización del incesto.
La agrupación no postula la práctica del incesto en función de una total indiscriminación en los contactos sexuales, sino como un mandato paterno. Paradójicamente, nos encontramos ante una sociedad, o un proyecto de ella, en la cual el incesto, contrariamente a ser la interdicción primera, se hace precisamente Ley.
En la regulación de las prácticas que ligaban a sus adeptos, formuladas por parte de su líder David Berg, el ‘Padre Mo’, el incesto estaba en el foco de la organización social. Líder clandestino, invisible para casi todos los adeptos, que durante años se comunicaba solamente por medio de escritos –las célebres ‘cartas’– que dictaban consignas que luego eran expandidas mediante la palabra de los jerarcas locales, la ley se asentaba y se convertía en un principio de funcionamiento social. Todos los adeptos –no importaban las generaciones, las descendencias—eran promovidos a la condición de hermanos ante el Padre Mo, que modeló su utopía a partir de la puesta en acto de un nuevo orden amoroso que enmascaraba el más siniestro sistema de terror. Berg trocó la ilusión anárquica del flower power ligado a los movimientos hippies de los años sesenta, en una maquinaria donde él era dueño y generador de la letra a la que cabía adaptar la vida de los sujetos sometidos a su orden.
Regulados por normas arbitrarias, ajenas a todo consenso o elaboración colectiva –sólo sometidas a los vaivenes del deseo de Mo– los Niños de Dios eran tales solamente en la medida en que podían obedecer sin cuestionar los dictámenes desligados de toda otra Ley que no fuera la de ese deseo absoluto e incuestionable. La perversión se erigió así en sistema. Los adeptos no eran dueños de sus cuerpos –tampoco lo eran de la palabra, dado que no cesaban de repetir los sintagmas que estaban autorizados a formular, a pensar, desde su mas temprana formación– y perseveraban en sus comunidades aisladas, sus ciudadelas veladas.
De cuando en cuando, alguien había podido desatarse del orden en que se identificaba, enfrentarlo y separarse, bajo el riesgo de una intolerable presión de los adeptos, o del propio derrumbe subjetivo. Los Niños de Dios, más que una sociedad alternativa –como ingenuamente se la llegó a considerar desde cierto ‘progresismo’ que la confundía con una comunidad partidaria de un amor libertario—no fueron otra cosa más que una proliferante e indiferenciada familia perversa, cuyos miembros disolvían su singularidad frente a un padre terrible que supo concebir al sexo como arma de control y a la promiscuidad –prostitución mediante– como un instrumento de producción, en el más cabal sentido de un capitalismo perverso.
Algunas constantes en la estructura de grupos perversos
La contra-sociedad en la que prosperó el grupo comportaba –tomando los sujetos uno a uno– costos altísimos. Adentro, manifestaban una felicidad maníaca, obligatoria, no había conflicto alguno: eran seres completos, plenos. Sostuvieron todo el tiempo posible, a puro narcisismo, un estado que algunos observadores rousseaunianamente confundían con una versión tardía de los ‘buenos salvajes’. La contracara tenebrosa de esa presunta felicidad absoluta provino de los efectos disolutivos de la promoción de la endogamia, la sumisión al padre incestuoso. El precio a pagar fue, predeciblemente, el quiebre psicótico de muchos de sus adeptos, o el trauma de difícil superación para muchos otros, signados de por vida.
Por cierto, este caso particular, con sus detalles escabrosos, podría considerarse como extremo y poco representativo de formaciones menos espectaculares. No obstante, es preciso pensar a lo aquí expuesto como una formación especialmente evidente de lo que, más o menos enmascarado, acecha en muchas agrupaciones que erigen como Ley no otra cosa que un pacto perverso, elevando al rango de prescripción al deseo de un líder para quienes los otros presentan, no la posibilidad del interjuego de alteridades, sino meros instrumentos de su designio. Puede que lo que esté en juego no sea tan extremos como la interdicción o la promoción estatuída del incesto, pero las redes que se tejen a partir de esta perversión como matriz fundante de una microsociedad, son un riesgo que es preciso detectar para reestablecer, en su lugar, relaciones en las que pueda asentarse una sociedad basada en la dignidad de sus miembros.
Adentrarse en La Familia implica incursionar en un universo regulado por un canon perverso, cuyo carácter excesivo ilustra ciertos principios presentes en todo grupo totalitario.