Enfrentando el abuso de conciencia religioso: mi itinerario de 30 años

Juan Francisco Prochaska. Empresario. Gerente de sistemas en Compañías CIC S.A., emprendedor logístico con una naciente compañía. Trilogic S.A., gerente de operaciones de Dell Computer Inc (chile), creación de RCML S.A., consultora en riesgos y gestión de crisis empresariales. Su vida la marcó el paso por la Parroquia “El Bosque”. Perteneció al círculo más cercano del exsacerdote Fernando Karadima, convirtiéndose en uno de sus asistentes personales y llegando a vivir 10 años dentro de la parroquia. A principias del año 2021 inició la construcción de instancias de información y prevención del abuso psicológico y espiritual, basado en la reflexión y elaboración de su propia vivencia como uno de los protagonistas del conocido “Caso Karadima” Colabora con la asociación especializada española AIIAP.

Trabajo presentado originalmente en el VII Encuentro Nacional de Profesionales, Familiares y Ex Miembros de Sectas, celebrado en Logroño los días 4 y 5 de marzo de 2022.

1. INTRODUCCIÓN, PRESENTACIÓN

Me presento, soy Francisco Prochaska, un católico laico, chileno, casado hace 23 años y padre de una hija. Fui parte de un movimiento religioso católico, vinculado a una parroquia de Santiago de Chile, donde la radicalidad y entrega a la fe se llevó hasta extremos difíciles de comprender. Estuve involucrado en ese movimiento por más de 30 años, desde mi adolescencia, 17 años de edad, hasta la madurez, 48 años. Mi objetivo, al compartir mi experiencia, es prevenir los efectos perniciosos del fanatismo, fruto de la captura psicológica, difícil de identificar, invisible, habitualmente entrelazada con muy buenas intenciones y acciones. Lo hago sin ser un especialista autorizado, sino como un sobreviviente, relatando mi propia experiencia, ahora combinada con algunos conocimientos que le dan luz a lo vivido.

En los últimos 3 años de mi vida, han llegado a mis manos variadas publicaciones en torno a sectas y captura psicológica por parte de movimientos religiosos. En todos ellos, he identificado descripciones de experiencias que conecto sin interpretaciones con sucesos de mi vida. A ratos parece ser que me estuvieran leyendo mi propia biografía, pero ¡sin que los autores me hayan conocido! Eso me ha motivado a hacer pública mi vivencia de captura psicológica, que me llevó a ser un fanático religioso en contexto católico, a tal grado que no sin algo de vergüenza y pena, reconozco haber pertenecido a una deriva sectaria. Espero sinceramente, que este relato sirva de llamado de atención a otras personas que pueden estar viviendo en esa condición y les permita abrir los ojos para darle cauce a su religiosidad, inquietud espiritual o buena voluntad por una causa, de modo equilibrado y consciente de su entrega o de su forma de aceptar la entrega y compromiso de otros.

2. EL CONTEXTO

Dado que se trata de un relato experiencial, me parece importante compartir algo del contexto en el cual fue posible que ocurriera. En primer lugar, he de mencionar que el caso de este movimiento fue ampliamente comentado y difundido por medios de prensa chilenos e internacionales. El diario “The New York Times” del 29 de septiembre de 2018, se refiere a quién fue el líder de esta parroquia, el exsacerdote Fernando Karadima, con las siguientes palabras:

Un influyente sacerdote católico chileno activo desde los años 70 hasta el 2010, fecha en que el encubrimiento de abusos sexuales al interior de la iglesia puso en tela de juicio a obispos chilenos. Alegaciones sobre protectores de Karadima que habrían ocultado sus abusos, puso en jaque al papa Francisco, generando controversia masiva y empujando importantes cambios en la estructura episcopal del país. Karadima, lideró un movimiento laico en su parroquia denominada “El Bosque”, relacionado con el nombre de la calle en Santiago donde se ubica el templo. Se considera que él alentó personalmente aproximadamente 40 vocaciones sacerdotales, algunos de los cuales llegaron a ser obispos.[1]

El grado de reconocimiento de la presencia de Karadima en la sociedad chilena fue muy grande. Su personalidad envolvente, estilo de predicación, mensaje de fe directo y su tendencia política conservadora, cautivó a una porción importante de la clase dirigente del país. Su parroquia destacaba por un alto grado de asistencia a las celebraciones católicas y una presencia importante de adolescentes y adultos jóvenes, mayoritariamente de origen social y familiar de clase social alta, estudiantes de buenos colegios, universitarios y matrimonios jóvenes, creando un ambiente atractivo a su alrededor. Uno de esos jóvenes fui yo.

Soy hijo de inmigrantes austrohúngaros, que la vida llevó a emigrar de sus países natales después de la Segunda Guerra Mundial. Mis padres se conocieron en Chile, ya adultos, y soy su único hijo. Son de cultura aristocrática, católicos tradicionales, conservadores en su manera de pensar y de ser. Llegaron a Chile arruinados económicamente y debieron surgir de la nada con un gran esfuerzo. Gracias a sus oficios lograron tener una situación económica modesta, pero suficiente para alcanzar lo que más deseaban para mí, una educación en un colegio privado de nivel reconocido en el país. Fueron un muy buen matrimonio que me hizo vivir una infancia y adolescencia feliz y sana, sin perjuicio de lidiar con las diferencias culturales de mi entorno, situación muy natural dada las circunstancias.

Es importante recalcar en este texto que, contrario a lo que se podría pensar de personas capturadas por sectas o movimientos fanáticos, no reconozco haber tenido traumas ni carencias especiales que me empujaran a buscar refugio en algún pretexto religioso o escapismo de algún tipo. Fui un muy buen alumno como escolar, lo que me auguraba una razonable perspectiva de éxito en la vida. También en lo social, recuerdo haber tenido buenas y sanas amistades con mis compañeros de colegio, así como en actividades extracurriculares.

En el contexto descrito, también había motivaciones más profundas, que me llegaban de la mano de mis padres al haber vivido de cerca la experiencia de la pérdida de todo su patrimonio material, el peligro de la muerte y el sufrimiento de la carencia. De ellos me viene un sentido de valor trascendental de la vida que va por encima de lo material. Tenía un ansia de lo absoluto e inmortal que se transformaba en realidad en la experiencia religiosa, católica. Si bien nunca recibí una educación devota, sí había un sentido de tradición que se expresaba en las historias de supervivencia de mis padres y también de una formación apegada a lo espiritual. Todo eso no lo encontraba en la iglesia chilena de esa época con los acentos conservadores que había aprendido en mi casa. Por lo tanto, había en mi un ideal de forma de vida, que no encontraba aún su cauce en alguna institución.

3. INVITADO A PARTICIPAR

Como joven de 17 años, viviendo junto a mis padres, me enfrento a un mundo social escolar de enseñanza media algo distinto al modelo de formación que había recibido en mi casa paterna hasta el momento, escucho hablar de unas reuniones que se hacían una vez a la semana en “El Bosque”. Si bien no sabía de qué se trataba, sentí curiosidad por ese lugar del que se hablaba de modo crecientemente frecuente. Un día, fui invitado junto a mi curso a una charla que iba a dar el sacerdote Fernando Karadima en la capilla del colegio. El profesor de historia no dudó en reemplazar su clase para que asistiéramos todos, con él inclusive, a la prédica. Descubro ahí que es el sacerdote que motiva a los jóvenes a ir a “El Bosque”, la manera abreviada que tenían para referirse al templo parroquial del” Sagrado Corazón de Providencia” ubicado en la calle con el nombre “El Bosque” en el número 822 de la comuna de Providencia.

Asistimos a dicha charla muchos alumnos del colegio, tal vez mi generación completa, aproximadamente 120 adolescentes. La prédica de Karadima fue atractiva. Nos movió el corazón, con ejemplos de las vidas de los santos llenas de entrega a la causa de la fe. Sus palabras eran simples, pero con mucho carisma, inflexión de la voz y, hasta simpatía. También entrañaban desafío invitándonos a imitar a los que nos preceden en la fe, con entrega, sin reservas, además haciendo referencia a frases del evangelio, dejando marcado el camino a la salvación eterna sin dejar lugar a dudas. Su exposición fue muy convincente y me hizo mucho sentido con los ideales que traía desde niño.

Decidí ir a conocer la tan renombrada parroquia. Algunos amigos también estaban motivados por ir y, algunos también ya asistían con alguna frecuencia a lo que ocurría en ese lugar aún misterioso para mí. Fui un día de semana, un miércoles, día en que a las 19:00 horas, Karadima daba una charla en el salón parroquial. Recuerdo bien mi impresión al llegar allá. Un templo de arquitectura moderna, imponente, con un patio lateral acogedor, una sala de reuniones o de actividades variadas, grande, con capacidad para unas 200 personas, que lentamente se comienza a llenar de jóvenes, que venían atraídos por una fuerza religiosa que no había visto antes. ¡Un día de semana en la tarde en una iglesia llena de jóvenes! Me pareció increíble. Algo había ahí que atraía a esa gente.  Llegó Karadima, se posicionó al frente, rezó un Ave María y se sentó a una mesa con un micrófono a predicarnos su mensaje. Al igual como lo escuché en mi colegio, hablaba encendido de fe, usaba iguales o similares ejemplos, pero nos hacía sentir que estábamos en casa, en la casa donde él era el anfitrión y se sentía cómodo. Desde su posición me saludó y me presentó frente a todos los asistentes (yo era el presidente del centro de alumnos de mi colegio a ese entonces) y me hizo sentir reconocido. Me invitó en público a acudir a la parroquia de modo regular.  Mi impresión fue grande, pero más grande aún, cuando al terminar la charla, de unos 40 minutos, nos invitó al templo a la misa de las 20:00 que se celebraría a continuación. Me trasladé al templo y vi una cantidad importante de personas que rezaban el rosario, previo a la misa. Para mí el rosario era una oración que había conocido de nombre y como algo ya fuera de práctica. Además, que la repetición de 50 avemarías en voz alta me producía aburrimiento solo de pensarlo, pero…, en este lugar se veía a 50, tal vez 100 personas rezándolo. También observé que muchos asistentes eran jóvenes, como yo o algo mayores y, mientras pasaba el tiempo, llegaban más y más fieles. A las 20:00 en punto comenzó la misa con un templo ¿caso? casi repleto. ¡No podía creerlo! ¡Misa un día de semana! ¿Qué ocurría ahí? Tal vez éste era el lugar oculto que conservaba la fe tradicional que había aprendido en mi hogar. Había también muchos detalles más, largos de enumerar, pero que me daban la sensación de que había algo distinto y bueno en ese lugar.

Al final de la misa, fui a la sacristía, donde el sacerdote se estaba sacando los ornamentos. Me acerqué a Karadima y le manifesté mi deseo por conversar con él. No recuerdo detalles precisos, pero sí que me indicó que fuera un día de semana, tal vez al día siguiente, jueves, a conversar con él.

Me preparé para esa reunión, apunté algunas dudas en una hoja, dudas sobre las formas de participar en la iglesia, el relacionamiento con mis pares en el colegio, la fe recibida de mis padres y un largo etcétera. Concurrí puntualmente a la cita, pero Karadima no llegaba. Mientras tanto, yo observaba cómo volvía a llenarse el templo con fieles para la misa de la tarde. Veía llegar a profesionales, estudiantes, mamás con hijos.  Todos ellos emitían un atractivo por su parecer, y su actitud, reflejaban ser parte de un estilo de vida más serio, confiable y formal de lo que estaba costumbrado a ver. Esperé, nuevamente, hasta que llegó la hora de la misa, 20:00 horas. Karadima llegó apurado, me vio y al paso me pidió disculpas, que fuera mañana de nuevo. Pensé que había estado atendiendo algo urgente o importante, es decir, lo justifiqué de modo automático y reagendé para el día siguiente. De paso, me quedé a la misa. Una vez más observé el ambiente. La celebración era muy sobria, sin prédica y breve, todos eran respetuosos, los ayudantes y ministros de la comunión bien vestidos, de corbata… Fue el lugar que mi mente comenzó a asociar con las tradiciones familiares escuchadas desde mi infancia, no cabía duda. La escena se repitió por múltiples días. Después de una semana, logré estar sentado en una sala pequeña con Karadima al frente, para leerle mis dudas… A esta altura, él ya era para mí un líder que cualquiera quisiera tener delante de él. Se me olvidó hasta qué leer o preguntar. Él dirigió la conversación, y sus conclusiones, obtenidas tan sólo en 10 o 15 minutos, fueron que yo podría acceder a ser uno de sus secretarios y que dentro del movimiento denominado “Acción Católica” (movimiento fundado por el sacerdote jesuita Alberto Hurtado, hoy canonizado por la Iglesia) podría optar, posteriormente, a ser uno de sus vicepresidentes. También me invitaba a ser uno de sus “dirigidos espirituales”, fórmula de santificación o cercanía a Dios. Él lo planteaba como un modelo tomado de la doctrina de la Iglesia refrendado por los testimonios de las vidas y escritos de los santos que él solía citar (San Francisco de Sales o San Benito entre otros). Salí de esa breve reunión sintiéndome escogido casi por Dios mismo para este camino. No falté más en 30 años a la misa diaria…

4. SE VA CERRANDO EL CÍRCULO

Aproximadamente un año después de la reunión descrita arriba, ya acudía de modo regular a las actividades del movimiento parroquial “Acción Católica”. Aún no comprendía muy bien de qué se trataba el encargo del “secretariado”, pero me lo autodefiní como un compromiso de disponibilidad para cuando me necesitaran para lo que sea. Imaginaba, por ejemplo, alguna actividad pastoral, de caridad u otra de carácter más logístico y de utilidad material para la vida parroquial o del movimiento de jóvenes. Efectivamente, los jóvenes que estaban en el círculo hacían obras de caridad con personas necesitadas, se hablaba de Dios en reuniones y conversaciones y el grupo era muy agradable de frecuentar. Además, el comportamiento general era recatado, evitando palabras groseras o conversaciones impropias. Todo muy acorde con mis ideales de vida. Sin embargo, el “secretariado” seguía siendo algo misterioso para mí, lo asociaba a una labor más directa con el mismo Karadima, lo cual ya percibía que era un honor reservado para pocos escogidos, un selecto grupo al en el cual yo deseaba participar.

Mientras tanto, había terminado mi enseñanza media en el colegio y había sido aceptado a la carrera de ingeniería civil en la Universidad Católica (una de las universidades de mayor prestigio en Chile).

Un día, Karadima me invitó a una peregrinación. Pero una muy especial. Un feligrés acaudalado le había regalado 2 pasajes y dinero para un viaje de peregrinación a lugares santos en Europa. El secretario escogido ¡era yo! No podía creer que me tocara ese privilegio. Karadima también motivó a 4 otros cuatro jóvenes a unirse al grupo. Ellos tenían medios económicos para financiar su viaje. Quiero intentar que, quien lee estas páginas, trate de imaginar la emoción de un joven de 19 años que es invitado a un viaje así por este sacerdote, famoso en la clase dirigente chilena y cuya agenda para realizar matrimonios de hijos de empresarios estaba siempre copada, además de ser invitado a los lugares más codiciados socialmente en el país. Todo esto calzaba con los anhelos de mis padres. Habían soñado para mí el esplendor que ellos habían perdido por efectos de la guerra.

Este viaje se realizó en enero, febrero y parte de marzo de 1982. El recorrido fue fundamentalmente por lugares considerados “santos” o “de peregrinación”, tales como santuarios y tumbas de santos canonizados, conventos de religiosas de claustro o santuarios como los de Fátima y Lourdes. El objetivo de radicalizar la fe se potenciaba minuto a minuto en mí. El “secretariado” se cumplía, yo ayudaba a Karadima a preparar la misa, ordenar sus cosas, hacer su maleta, llevarla, conducir el auto, llevar las cuentas, hacer de tesorero de los gastos del viaje y, por supuesto, hacer de traductor al alemán e inglés cuando era necesario. Nos alojamos en conventos de religiosas y otros lugares conseguidos por invitación, de modo que no había nada que comentar en cuanto a una razonable austeridad de comportamiento, así como la interacción entre los viajeros. Sin perjuicio que estaba claro que sólo se hacía o visitaba lo que “el curita” quisiera, pues era un viaje peregrinación y no de turismo…

5. LOS AÑOS DE CAPTURA

Al regreso, mi compromiso con Karadima era total. Si bien había advertido durante el viaje que su comportamiento en general no era de un sacerdote ascético.  Más bien era desordenado en sus cosas, explosivo en su carácter y muy dependiente de mi ayuda, que tal vez se podría también asimilar con flojera para hacer sus tareas personales de orden.  Todo eso no me opacaba la idea que se trataba de lo que, en ese momento definí, como un “hombre de Dios”. Sus flaquezas humanas me daban razón a pensar que sus obras de apostolado eran más válidas como acciones de Dios mismo que de la virtud de Karadima.

Una buena manera de estar más comprometido con la causa. Era una reflexión personal que nadie me objetaba cuando la comentaba. Su magnetismo para atraer personas a la misa diaria me tenía sorprendido. Hacía sentir que era tan obvio que no me perdiera ese “regalo diario” que también incorporé la costumbre a mi vida diaria. La Semana Santa, a fines de marzo o principios de abril de ese mismo año, me marcó muy fuerte. Junto a todas las celebraciones litúrgicas muy marcadas con contenido emocional sobre la vida, pasión y muerte de Jesús, se agregó el retiro que predicaba Karadima el Viernes y Sábado Santo en las mañanas. Aunque la argumentación y narración era de una simpleza extrema, el ambiente de fieles que copaban el templo hacía que me sintiera frente a un verdadero representante de Dios. Sus ejemplos sobre la vida eterna, el riesgo de la condenación eterna y sus referencias a su amistad con el sacerdote Alberto Hurtado, en ese entonces en proceso de beatificación, hacían que la fuerza de convicción se hiciera insuperable.

Mis padres veían con preocupación que ya no dedicaba tiempo a mi familia y también con más preocupación que yo había abandonado la carrera de ingeniería. En mi conciencia se había instalado la idea que tenía una llamado a ser sacerdote y que, para eso, debía prepararme con algún estudio de carácter más humanista.  Si bien me salto muchos detalles en esta descripción, postulé por segunda vez a la universidad, ahora a la carrera de Derecho, a la cual también fui capaz de obtener los puntajes suficientes al dar nuevamente la prueba de selección universitaria de esa época (PAA).

A pesar de todas las muestras de devoción, momentos de alto impacto espiritual ya descritos, mi naturaleza humana me llevaba igual a motivarme con mis estudios, una posible carrera exitosa y los bienes materiales que me permitiría acceder. Había una tensión en mí que no estaba del todo resuelta.

Un viernes en la tarde, cuando se hacía oración en el modo denominado “adoración al Santísimo” (con la exposición de la hostia consagrada en el altar en una custodia de metal), hice una reflexión clave. Me encontraba de rodillas ante una manifestación que la fe católica me decía que era el mismísimo cuerpo de Cristo. Había leído sobre sacerdotes que habían dudado sobre esta realidad y el pan se había convertido en carne y sangre en sus manos. Había estudiado en la escuela de derecho sobre la transubstanciación del pan, como algo posible filosóficamente. La iglesia católica y toda su tradición milenaria me lo estaba diciendo, ¿y yo ahí, entregado a medias? Fue un momento bisagra muy importante. Decidí ir a confesarme con Karadima y ofrecerle mi vida al servicio de Dios. En concreto, lo haría poniéndome a su disposición, para hacer de mi “secretariado” una consagración que no tuviera condiciones. Le entregaba a mi director o padre espiritual las riendas de mi conciencia.

A partir de entonces, comencé a vivir una vida de consagrado de modo informal, pero de un compromiso total y ciego. Todo lo que hiciera debía estar orientado a seguir la voluntad de Dios, la cual se expresaba de manera concreta, en la voluntad de Karadima. Sus deseos e instrucciones representaban para mí la voluntad de Dios.

Es muy interesante en este momento, describir brevemente qué se entiende por conciencia en un contexto católico.  Primero, la conciencia como un instrumento para reconocer la ley de Dios (conscientia habitualis): “Haz esto y evita lo otro” o bien, “Haz el bien y evita el mal”.  En este contexto, podemos asociar la ley de Dios con la ley natural.  Segundo, la conciencia como un acto de juicio (conscientia actualis): “Conciencia es un ejercicio de la razón mediante la cual, una persona reconoce la calidad moral de un acto concreto” Tercero, la conciencia como un lugar de encuentro con Dios. Puedo decir con propiedad que en este lugar es donde se instaló la figura de Karadima en mí. Ya no estaba a solas con Dios, sino con una especie de intermediario, quien, con su voluntad y también con su capricho, se transformó en mi guía.

Fueron muchos años, aproximadamente 15, durante los cuales traté con gran esfuerzo de desprenderme de mi propia voluntad asumiendo que en ella estaba la soberbia y el “camino ancho que lleva a la perdición”, en que hago referencia al pasaje del evangelio de San Mateo (7:13) que Karadima solía usar para referirse a quienes, llevados por su propia voluntad, se sumían en la porfía y al final, en la perdición eterna. Significaba, en términos prácticos, que mi vida tenía sentido y valía para ganarme la vida eterna en el cielo, en la medida que hiciera entrega total de mí mismo a las tareas de Dios. En concreto, yo lo identifiqué como dedicarme al servicio de Karadima y, si él lo decidía, me iría al seminario o a una misión donde él definiera como la “voluntad de Dios”. Así, me dediqué a su servicio personal por años. Para mayor heroísmo, era necesario sufrir adversidad para acceder a esta entrega. ¿Qué mejor que la enemistad de los padres para que el hijo se dedicara a la atención de este sacerdote y por ende a “las cosas de Dios”? Cada vez que pude, en cada situación que mis padres me pidieron más atención a mi carrera, mi casa o mis amigos (una vida normal) identifiqué en ellos una acción en contra de Dios. Terminé por abandonar mi casa, trasladándome a vivir a la casa parroquial aledaña al templo. De esta manera mi abandono fue total, emulando a San Francisco de Asís, que había abandonado a su padre.

También abandoné mis estudios universitarios en la escuela de Derecho. Me sentía héroe, ¿qué más podía hacer? No tenía carrera profesional, tampoco dinero, ningún bien más que un maletín pequeño con algo de ropa, los vínculos cortados con mis amigos de la infancia y lleno de mis ganas de servir a Dios. Tal vez esta descripción calce con alguna de un libro de vida de santo antiguo. Pero ¿Y mis padres? ¿Dónde queda la “caridad cristiana” con los primeros a quienes debí mirar? Ellos eran los “enemigos” y bebían de su medicina por no apoyarme en mis ideas de entrega espiritual y material. Hoy escribo estas líneas y no puedo dejar de volver a sentir en todo mi ser un sentido de arrepentimiento incalculable, que ya no tiene remedio, pues ya fue. Mi padre falleció el año 1999 y nunca le pude pedir perdón. Mi madre, afortunadamente vive y con ella sí he podido conversar, pedir su perdón y regenerar el vínculo que Karadima permitió que yo mismo destruyera.

Durante esos años de servicio, fui ensalzado y denostado, probado en mi fe y paciencia. También en el miedo a ser expulsado del grupo si a Karadima no le parecía bien algo que yo hubiera hecho, acción que podía ser aprobada o rechazada sin criterio uniforme, con lo que se instaló en mí una sensación de permanente inseguridad. Nunca sabía si recibiría una amonestación o una aprobación. Todo lo bueno siempre era atribuido a la visión o inteligencia del “curita” y todo lo que a él no le parecía, era obra de alguno de nosotros, en particular, mía.

Mis tareas diarias eran todas de servicio doméstico: ordenar su ropa y el desorden de su pieza, el aseo del baño o el cuidado del silencio del pasillo, al cual daba su pieza, mientras descansaba, además de largas jornadas de espera, parecidas a una guardia, pero sentado en el suelo esperando a que me llamara, para que le condujera su auto o le hiciera algún encargo.

Al “curita” le gustaban los relojes antiguos, las colecciones de música (en ese entonces cassettes, CD’s y vinilos), su equipo de audio y y la construcción de maquetas, en concreto, la de un tren eléctrico. Gracias a mis habilidades adquiridas como constructor de aviones a escala en mi época de adolescencia, le fui de interés como relojero, audiófilo, mecánico automotriz, constructor de maqueta de tren y, por supuesto, asistente en sus viajes, por mi manejo de los idiomas inglés y alemán. 

En este contexto, la inseguridad en mí mismo fue creciendo hasta niveles patológicos. Sentía que por mí mismo no valía nada y, que mi única justificación de vivir, era el secretariado de Karadima. Pero la naturaleza es sabia y las ansias por ser alguien con trascendencia también se materializa en la vida terrenal. Cada día se me hizo más difícil vivir en el ambiente de enajenación de mí mismo. El sentido común me hizo pensar que, si era hijo de Dios, este me querría feliz y que no buscaría pretextos formales para no reservarme un espacio en la eternidad de los bienaventurados. ¿Para qué me habría creado entonces? Fue así como un día decidí abordar a Karadima, siendo consecuente con mi idea de entrega total y transparencia, pues no le podía ocultar lo que me pasaba.  

Arriesgándome a lo desconocido y apretando los dientes, abiertamente le manifesté que no podía más, que sentía que era demasiado débil e inservible para ser de los escogidos, para tener una cercanía eterna con Dios en “la primera fila”. Deseaba entrar al cielo, aunque fuera quedando en el borde externo, pero por el lado de adentro y veía que no era honesto seguir en mi objetivo de ser sacerdote cuando no me veía capaz de asumir todo lo que percibía lo que ello significaba. Simplemente, me quedaba grande esa vocación y que, en verdadera humildad, debía decirle que no podía seguir así. Pensé que su reacción sería de molestia y esperaba mucho desprecio de su parte. Sin embargo, me sorprendió que no le hizo mucha mella y, sin gran efusividad, simplemente me dijo:  “buscaremos una chiquilla para que te cases”. Querido lector, yo llevaba casi 20 años pensando en entregarme al sacerdocio y en una fracción de segundos, todo quedaba en nada. Hoy miro hacia atrás y me he formado la opinión que para él era una muy buena salida. Ya percibía que yo estaba haciendo crisis y antes de un colapso, se venía la oportunidad de mostrarle a la sociedad que los jóvenes que pasaban por la Acción Católica no solo terminaban en el sacerdocio (ya había casi 50 de ellos) sino también como laicos, casados y con una vida supuestamente feliz. Así es como se planteaban las cosas. Durante todo ese tiempo, prevalecieron en mi vida tres conceptos presentes en todos los casos de abuso sicológico y espiritual que he tenido conocimiento y descrito en la literatura; miedo, silencio y obediencia.

Visto con perspectiva por mí, o bien por alguien que me hubiera observado desde fuera en ese tiempo, la pregunta obvia que me debo plantear es ¿Por qué no abandoné el grupo? Y es ahí donde aparece el miedo. En la condición de captura psicológica, también descrita por el psiquiatra Steven Hassan, experto en sectas, se manifiesta el “Control Mental Destructivo”, una forma de posesión del otro que trastorna completamente su identidad. Al estar bajo esta condición, yo creía estar haciendo el bien, pues estaba siguiendo al pie de la letra la doctrina que me motivaba. Tanto así, que deseaba parecerme a los modelos que se me presentaban, fundamentalmente, las vidas de los santos y, en particular, la figura del sacerdote Alberto Hurtado, ya mencionado anteriormente, sobre el cual Karadima nos hablaba de modo muy reiterativo. El conocimiento de la vida de este sacerdote lo recibía de modo verbal por quien se suponía lo había conocido en su faceta de santidad, pues, según Karadima, las biografías y relatos que circulaban en la sociedad habrían estado condicionados a temas políticos y corrientes progresistas de la Iglesia, que no eran de lo que él consideraba “la sana doctrina”. La exclusividad sobre este acceso a esta supuesta verdadera santidad, el considerarme parte de un grupo selecto de privilegiados, por un llamado especial de Dios, el peligro de caer desde lo alto a la tentación de la llamada del mundanal ruido y perder esa categoría, contenía un grado de riesgo espiritual enorme, en el cual sentía que se jugaba la vida eterna. Para intentar transmitir con más énfasis para quien lee, deseo reiterar con letras mayúsculas y destacadas: LA VIDA ETERNA. Es decir, algo de verdad trascendente en mi ser. Agrego la consideración, que los temas de espiritualidad y concepto de salvación están en la doctrina católica, no parecía un simple capricho de Karadima. Sumo a esto, que el carácter autoritario de este “padre espiritual”, reconocido por él mismo, posteriormente en instancias judiciales, generaba una sensación de dependencia enormemente fuerte. Por lo tanto, se traducía en una conexión entre su estado de ánimo y lo bien o mal que estaba mi relación con Dios.

Por supuesto, que aún hoy, pasados ya 11 años de mi liberación de su yugo, me cuesta transmitir la descripción del fenómeno, pues en verdad, la dependencia psicológica choca con el sentido común más básico, pero ¡es exactamente eso lo que me ocurrió y lo que ocurre a los capturados por abuso psicológico! La anulación del sentido común.

De ahí, engancha el miedo recién descrito, como primer concepto, con el segundo que es el silencio. ¿Por qué silencio? Porque como actúo fuera del sentido común, el resto de la sociedad no puede comprenderme. Y soy un escogido, un privilegiado, nadie puede comprender eso a menos que lo viva. Por lo tanto, vivo una vida con una careta ficticia, como un estudiante o profesional supuestamente muy exitoso, que vive una fe fuerte, de testimonio y que es muy feliz en lo que vive, sin manifestar duda alguna. Al contrario, buscando atraer a otros a esta élite de escogidos.

En tercer lugar, enuncio la obediencia, como un concepto clave, mediante el cual los dos anteriores se enganchan de manera recursiva. Karadima nos adoctrinaba con especial énfasis en esta supuesta virtud. De diversas formas, nos presentaba trozos del evangelio, citas de las vidas u obras de los santos y, nuevamente, la supuesta predicación del padre Hurtado. Es así como una de las frases que recuerdo con mayor intensidad al respecto es la que él decía en relación a la falta de obediencia: “Ya lo decía el Padre Hurtado, ¡la porfía no tiene remedio!”. Daba a entender con ello que las personas que no sometían la voluntad eran los porfiados, los cuales de alguna manera no eran queridos por Dios o, al menos, no eran capaces de reconocer el privilegio de ser escogidos.

Así como en geometría se necesitan 3 puntos para determinar un plano, he intentado describir lo que era común en mi vida de seguidor de este sacerdote, convencido que el sufrimiento era mi herramienta para alcanzar el favor de Dios y me granjearía “un pasaje” a la eternidad en el cielo. Tres puntos o conceptos, miedo, silencio y obediencia, que me hacían encontrar siempre un muro que me impedía ver hacia afuera y, por lo tanto, considerar que cualquier pensamiento que me pasara por la mente sobre una vida fuera del grupo, era una tentación que debía eliminar de inmediato.

6. ¿HORA DE IRSE?

Las historias no se detienen y la mía, tampoco. La idea de ser un laico comprometido pasó a ser la aparente solución para mis angustias resolviendo el problema de mi sensación de incapacidad para abordar las dificultades de la vida de un sacerdote que debe velar por la “sana doctrina”. Me propuse, por lo tanto, poner más foco en un trabajo fuera de la parroquia, como analista-programador autodidacta en una empresa pesquera, que ya realizaba de martes a viernes, pues los lunes los debía dedicar para acompañar a Karadima en su día de descanso. También abrirme a la posibilidad de encontrar una compañera de vida, casarme de modo tradicional católico, siempre y cuando encontrara a alguien que estuviera sintonizado conmigo en el seguimiento de Dios como católico comprometido. Fue una etapa con una dureza distinta. Se me hizo sentir que ya no pertenecía al círculo íntimo y, más de alguna vez, recibí un comentario de paso algo así como “…ah, verdad que tú ya no estás disponible para esto…”. Parece un juego de palabras muy simple y, además ¡muy cierto!

Pero, para quién se ha planteado una entrega radical durante 20 años, son palabras que hieren como cuchillo. Así y todo, conocí en la misma parroquia a quién es hoy mi esposa (por ya 23 años) y que no puedo negar que fue un regalo de Dios. Nos casamos, tuvimos nuestra hija y vivimos durante 10 años bajo la dirección de Karadima como “director espiritual”. Es un período cuya descripción merece un capítulo completo, pero que en esta ocasión intentaré resumir en la siguiente idea: Muchas veces, ante requerimientos de Karadima, afectando mi relación con mi señora o usando mi tiempo laboral o familiar, tuve que hacer la reflexión sobre a quién le había prometido fidelidad en el altar, ¿a Karadima o a mi señora? La respuesta es evidente, lo cual me significó múltiples desagrados, desprecios y afirmaciones sobre mi supuesta falta de lealtad a Karadima o a la Iglesia. Hoy, me alegro de haber vivido esas situaciones. Me reafirman en mi idea de que no había perdido la totalidad del sentido común.

En este contexto, en abril del año 2010, después de haber sobrevivido el terremoto y tsunami en Chile del 27 de febrero, viene un nuevo terremoto, pero de carácter espiritual y psicológico. Una mañana recibo una llamada que me anuncia que Karadima fue acusado de abusos sexuales y que esto estaba publicado en los diarios de ese día. Me dirigí a mi trabajo, pero, obviamente, primero a ver qué decía la prensa, encontrándome con un diario de circulación importante (Diario La Tercera), que en su primera página enunciaba “Iglesia investiga a ex párroco de El Bosque por abusos reiterados”. En conferencias y ahora por escrito, he tratado de describir lo que sentí en ese momento, pero nunca siento haberlo hecho lo suficientemente bien. Un efecto en la totalidad de mi cuerpo, un recorrido helado de pies a cabeza y viceversa, calor en el rostro, manos húmedas y sin saber qué hacer. El acusado es aquél al cual habitualmente le preguntaba qué hacer o pensar y ahora ¿le pregunto a él mismo qué hago conmigo? ¿Qué debo pensar? ¿Cómo actuar? Se desata en mí una tormenta de inseguridades. Pocos días después, se emite un programa de televisión de periodismo investigativo, en el cual se revelarían los secretos de las acusaciones. En el ambiente parroquial se había generado un huracán de afirmaciones en contra de los denunciantes, que eran 4, todos ellos amigos míos, que habían abandonado el grupo en algún momento y que se nos había adoctrinado como traidores y malagradecidos, entre otras muchas descalificaciones. El programa no lo debía ver nadie de nosotros, según los más cercanos a Karadima de ese momento. Junto a mi señora, rompimos esa regla y decidimos ver el programa completo. Nos pareció obvio que había que saber qué se diría, aún si se tratara de supuestas falsedades. Además, había una alta probabilidad de ser mencionado. El programa fue de altísimo impacto nacional y devastador en mí. Amigos míos, en particular uno, relató en cámara cómo el abuso psicológico había devenido en su caso también en abuso sexual. Yo miraba con estupor. Me confirmó que algo no andaba bien en El Bosque, pero ¿tan mal?  Es muy interesante cómo lentamente la mente va tomando conciencia de las cosas. Hoy, veo con claridad mi ceguera de ese tiempo, pero también veo con claridad el lento y doloroso proceso de abrir los ojos. Aprendí que los humanos necesitamos tiempo para asimilar los hechos, procesar las emociones, racionalizar y apropiarnos de las realidades. Aprendí que la figura de Karadima me determinó durante muchos años. Sin querer, quería parecerme a él y su personalidad me había absorbido. Un gesto de desdén me daba terror, así como un gesto de aprobación me llenaba de confianza. Todo eso se venía encima, después de 30 años, como la carga de un camión aplasta a su conductor en un choque frontal.

Vinieron las indagaciones de la justicia, la policía de investigaciones, pero sobre todo el asedio periodístico. De súbito, me esperaban a la salida de mi trabajo, en la puerta de mi casa, seguían a mi señora y yo, no sabía qué decir ni a quién preguntar, así como lo había hecho por 30 años. Cuando expongo en conferencias, suelo usar una pantalla negra, tratando de simbolizar la sensación de vacío, de un vértigo de caída infinita. Durante semanas sentí que mi vida se había perdido. Ya no tenía bajo mis pies el soporte que me daba el movimiento religioso, mi familia tenía todo el derecho a pensar que yo era parte de una maquinaria de abuso en torno a Karadima. Sentí que mi trabajo estaba en peligro desde el momento que me veía involucrado en un escándalo público (a ese tiempo trabajaba en una multinacional de renombre, en un cargo gerencial), mis amigos estaban todos involucrados en el lodazal y yo estaba solo.

Tuve la fuerza de asumir que nadie me ayudaría y que de hacer algo lo debía intentar por mí mismo. Eso se desencadenó cuando la fuerza ejercida para que concediera una entrevista fue tan grande que decidí hacerlo ¡sin preguntarle a nadie!  Recuerdo muy bien cómo me temblaban las manos mientras me dirigía al lugar de la entrevista. Ese evento fue de una crudeza que no sé describir. Sentí que era visto como un colaborador de un perverso y que ocultaba información sobre más abuso y por supuesto, yo también como víctima. Fue tan traumático que al salir de ahí solo atiné a caminar sin dirección por las calles de Santiago, sin saber dónde ir ni qué hacer. Nuevamente, el desenlace de todo eso merece una descripción larga que, en esta ocasión, resumiré en el hecho que encontré a alguien que tuvo la paciencia de escuchar mi relato durante horas, sin cuestionar nada. Este simple hecho lo reconozco hoy como una actitud muy providencial, conocido en psicología como “escucha activa”, la cual permite que el afectado, en este caso yo, pueda encontrar algún punto de confianza, de apoyo para ponerse de pie e intentar construir una nueva realidad, una nueva narrativa de mi vida que le dé sentido.  Considero que este relato es clave en todo el texto porque es una herramienta para abordar a cualquier persona traumatizada y en particular en una situación de abuso espiritual/psicológico, pues es una forma de captura invisible. Una persona que ha presenciado un accidente, sufrido un golpe o ha sido parte en un hecho traumático, no necesita explicar qué pasó, nadie puede dudar de su situación. En el caso de mi experiencia y la de muchos que han vivido o viven esto, no hay un mal, un trauma que aparezca evidente. Se podría dar la pregunta irónica ¿Participar en un movimiento de gente que reza y hace el bien te causa tanto trauma…?

Si bien he tratado de poner por escrito el contenido de una conferencia, es evidente que me he extendido. Eso me ha ocurrido porque sin el relato de las experiencias no se puede transmitir lo que hay detrás. Es un universo de emociones y luchas con la racionalidad, en un mundo donde el conocimiento y las certezas racionales imperan como los valores que hacen las personas se destaquen y lideren, desconociendo que existe un segundo mundo, el de la conciencia inactivada. Aquella de la que dan cuenta las reacciones en nuestro cuerpo, las que son usadas por quienes abusan de sus seguidores. Para eso, he tenido que describir el contexto y las sensaciones que se dieron ahí. Esa relación que hay entre un maestro y un discípulo, en el cual el discípulo voluntariamente se pone en posición de vulnerabilidad, para poder aprender de su maestro, y dejarse moldear. Esa relación que no tiene nada de mala, es la que en mi caso derivó en una conducta fanática, de confianza ciega, y que deseo mi testimonio sirva de advertencia. Finalmente, testimoniar que todo el proceso de terapia posterior y reconstrucción de identidad no habría sido posible sin el apoyo y paciencia de mi mujer, Rocío, mi hija Sofía y de mi madre, Nandina, que a sus 98 años de edad me sigue apoyando. Ella, así como mi padre ya difunto, tuvieron que vivir la 2ª Guerra Mundial, emigrar, vivir la pobreza, el exilio, y para colmo, la captura de su único hijo por parte de un abusador de conciencia. Vaya para totodos ellos mi mayor agradecimiento, cariño y reconocimiento.


[1] https://www.nytimes.com/2018/09/29/world/americas/chile-pope-francis-fernando-karadima.html

AIIAP